jueves, 5 de marzo de 2009
Historias mínimas (2002)
Con una escasa filmografía, Carlos Sorín ha demostrado ser uno de los más interesantes directores del cine argentino. La película del rey (1986) llamó la atención por su originalidad, creatividad y proyecciones metafóricas sobre la creación artística posible en un país como el nuestro, y ganó numerosos premios. Siempre se negó a estrenar en Argentina su segunda obra, Una eterna sonrisa de New Jersey, filmada en los Estados Unidos, por considerarla una frustración personal. Después, durante quince años se dedicó exclusivamente al cine publicitario. En Historias mínimas, vuelve a demostrar que es una especie de Rey Midas del cine, con una película sólida, emocionante, que nos permite un momento de felicidad.
Una vez más, como en las oportunidades anteriores, Sorín filma en la Patagonia, que ya parece su ámbito natural. Entre el paraje Fitz Roy y Puerto San Julián, el camino que atraviesa parte del desierto con sus larguísimos horizontes es el escenario donde se desarrollan historias pequeñas de varios personajes menores, mínimos en esta vida cotidiana.
Se trata de una road movie sobre personajes sencillos y reales que viajan tras una ilusión. Don Justo es un viejo que deja su casa y sale caminando en busca de su perro extraviado, que alguien ha visto en San Julián, 400 kilómetros más al sur. La distancia no es obstáculo para este hombre que debe saldar algunas cuentas con su conciencia. El viento lo llevará a cruzarse con Roberto, un pintoresco viajante de comercio que carga en su coche una torta de cumpleaños para el hijo de un posible amor. Al mismo tiempo María, una chica muy humilde que okupa el edificio de una vieja estación de ferrocarril, sabe que ha salido sorteada en un concurso televisivo y también se dirige a San Julián con su bebé en un colectivo, atraída por las falsas luces de la televisión. En los inmensos espacios patagónicos los personajes –al igual que su deseo– van creciendo con los largos kilómetros, sometidos sin embargo a las maniobras del destino.
Durante esas jornadas de viaje se ponen a prueba las señales de solidaridad, de comprensión y de humanidad de la gente patagónica. En parajes donde suele no pasar nadie en mucho tiempo, la compañía obligada en cada escala es la televisión, siempre encendida como un personaje más en escena. Sorín elabora una sutil y aguda crítica a lo peor de la televisión satelital, que inunda la Patagonia con situaciones –mundos– que nada tienen que ver con lo que ocurre aquí.
Historias mínimas es un bellísimo film que habla sobre las posibilidades de un cine sin estridencias, sin la utilización, incluso, de ciertos detalles de grandilocuencia presentes en las películas anteriores de Sorín. Al contrario. Las historias son mínimas y no llegan a constituir una épica, pero tienen tal significación humana y emocional que provocan la inmediata identificación del espectador, y su solidaridad sin condiciones. Y que el título no engañe: esta película está muy lejos del minimalismo de moda entre tantos nuevos directores argentinos.
Es notable el trabajo de casting que realizó Sorín, que viene a desmentir a quienes consideran imprescindible la presencia de actores consagrados para lograr una buena película. Después de una búsqueda y selección amplísima de actores no profesionales en varios puntos del país, el guión –excelente trabajo de Pablo Solarz– fue terminado en función de los actores elegidos, y muchas escenas fueron filmadas en tomas únicas. Así, el hombre que interpreta a don Justo es un mecánico jubilado de Montevideo, la joven que corporiza a María es docente de música en Santiago del Estero, un chamamecero de Corrientes interpreta a Don Fermín, el panadero y la mujer que fabrica tortas en su casa hacen de sí mismos, y todos ofrecen actuaciones óptimas, aportando a sus personajes una frescura y naturalidad nada profesionales. Junto a ellos, la directora de cine Julia Solomonoff concreta su primera actuación ante cámaras, mientras que Javier Lombardo, actor de El descanso y cortos publicitarios, da al personaje de Roberto la variedad de matices cómicos y emocionales que lo hacen absolutamente atractivo y creíble. Y son tan interesantes los tres protagonistas como los personajes secundarios que encuentran en su camino.
Sorín orienta su mirada hacia los valores humanos perdurables, eternos: la comprensión, la solidaridad, la ingenuidad, el sostenimiento del deseo y la ilusión, en un país y un momento en que podrían parecer una utopía.
5 estrellas
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