miércoles, 18 de marzo de 2009

El hijo de la novia (2001)



El hijo de la novia es el segundo largometraje de Juan José Campanella rodado en la Argentina. El primero fue El mismo amor, la misma lluvia, unánimemente consagrado por la crítica aunque a mí –qué voy a hacer– me dejó el sabor amargo de esas producciones que impactan desde lo formal y traicionan, o trampean, en el plano ideológico. La primera media hora de esta nueva película tiende a profundizar esa sensación. Lo que viene después, en cambio, la mejora muchísimo. Ya debo decir que El hijo de la novia es muy superior a El mismo amor, la misma lluvia.
También es más profesional, y esto no sólo abarca las cuestiones puramente técnicas (iluminación, sonido, puesta en escena) sino también las que podríamos denominar técnico-artísticas. El guión, coescrito por Campanella y Fernando Castets, es el fruto de un trabajo minucioso, encarado muy a la estadounidense: cada línea de diálogo, por pequeña que fuere, está puesta al servicio de la estructura general del relato; cada cosa que se dice siempre informa acerca del perfil, las intenciones y las perspectivas de alguno de los personajes.
El problema de la primera media hora es que amontona demasiada información, que gran parte de esa información es redundante y que, al mismo tiempo, está innecesariamente subrayada. Está muy bien que se nos haga saber que Rafael (Ricardo Darín, algo así como "el actor del cine argentino del momento") es un tipo de 42 años, divorciado, padre de una niña, dueño y administrador de un pequeño restorán paquete con el que ha acumulado cierto dinero aunque, también, altísimas dosis de estrés. Uno de esos tipos que le quitan atención a lo importante (su hija, su novia... sus padres) en favor de lo urgente (su negocio). No está mal que, con el mismo fin, a Darín lo veamos interrumpiendo los rituales más nobles de la vida cotidiana, como conversaciones familiares y actos amorosos, para atender a deudores, acreedores y proveedores en su teléfono celular. Pero esto ocurre tantas veces que a uno le entran ganas de increpar al director: "sí, ya entendí que Rafael es un neurótico de aquellos... ¿y ahora qué sigue?". Por otro lado, este estilo machacón degrada el flujo y la verosimilitud de la historia en aras de la evidencia de aquella minuciosa elaboración a la que aludí más arriba. Una de cuyas condiciones debería ser, precisamente, la de pasar inadvertida. No menos irritantes resultan los primeros planos de los interlocutores de Rafael (padre, hija, novia, etc.), que procuran, con idéntica grosería, asumir y reflejar las reacciones del público bienpensante. De la música, mejor ni hablar.
Tarde, pero no tanto, la historia se pone en movimiento. Y no es que depare enormes sorpresas (justamente el planteamiento, por ser tan subrayado, obtura esa posibilidad) sino que se mueve bien. Gana en inteligencia y, especialmente, en humor. Voy a ser más específico: los problemas del comienzo también tenían que ver con que todo giraba en torno de Rafael, a tal punto que el resto de los personajes no eran más que excusas para que se dibujase nítido, ahí en el centro, el protagonista. Pero después empiezan a cobrar vida propia. Y cuando los personajes empiezan a cobrar vida, los actores empiezan a tener la ocasión de emocionar. No estamos hablando de actores del montón, sino de Héctor Alterio (como el padre de Rafael) y de Norma Aleandro (como su madre). Bueno: lo de Alterio es tan extraordinario que llega a salvar, él solito, unos cuantos tramos de la historia.
Hablando de historia, el hilo está dado por la decisión de Nino (Alterio) de darle a Norma (Aleandro) el único gusto que le retaceó: desposarla de punta en blanco, y por iglesia. Téngase en cuenta que estos dos llevan más de 40 años civilmente casados, y que Norma padece una versión muy avanzada del Mal de Alzheimer que la tiene postrada en un geriátrico. Buena parte del humor la tiene por protagonista: Norma no sólo no es consciente de muchas cosas y ha olvidado tantas otras; también carece de inhibiciones, lo que le permite despacharse con las frases más desopilantes del libreto.
La producción del casamiento religioso será el catalizador de la evolución de Rafael, que seguirá siendo el personaje principal, claro que ahora como una pieza más en un conjunto mucho más armónico. En este sentido hay que apuntar la presencia de Eduardo Blanco como ese amigo del secundario –otro catalizador– de Rafael que reaparece cuando menos se lo esperaba, y de Natalia (Natalia Verbeke) y de Sandra (Claudia Fontán) en los respectivos roles de su novia y ex mujer. Con Blanco y Verbeke ocurre lo mismo que con el film todo: insoportables al comienzo (uno por artificioso y payasesco; la otra por pavota), cobran intensidad y sensibilidad hasta tornarse queribles. Fontán, por el contrario, jamás resulta insoportable. Y llega a hacerse más querible que los otros dos.
Pero insisto: el gran salvavidas es el humor. Y el humor, se sabe, lo relativiza todo. Esto es clave porque un argumento como el que nos ocupa no hubiera podido sostenerse si el film se tomaba a sí mismo demasiado en serio (en dicho caso le hubiera cabido el mote de reaccionario que algunos, más que apurados, le adjudicaron de cualquier modo). Por cierto que acá la cosa también viene matizada, ya que hay tantos, pero tantos chistes que no todos podían ser buenos, ni oportunos. Muchos, los que sí lo son, imprimen el empujón definitivo. Esto también lleva su tiempo, pero lo importante es que el film consigue ponerse plenamente en marcha unos cuantos minutos antes del final. Los suficientes como para que nadie deba sentirse arrepentido de haber pagado su entrada.

4 estrellas

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