miércoles, 11 de marzo de 2009

El camino de San Diego (2006)



Con Historias mínimas, Carlos Sorín pareció haber encontrado una manera de hacer cine, más allá del tipo de anécdotas que elige contar: Sorín trabaja con no-actores, como él los define, y sus personajes a menudo adquieren las características de las personas que los interpretan. Con El perro (suerte de desprendimiento extendido y acentuado de Historias...) llevó su “método” al siguiente nivel, y tampoco se aparta de él en ésta, su última película. El camino de San Diego es también es una road movie, con un personaje cuyas carencias y/o deseos lo impulsan a una travesía. Pero lo que en las anteriores era hallazgo, aquí comienza a parecer repetición.
A primera vista, la única novedad es el cambio de escenario: la Patagonia ha sido reemplazada por la selva misionera, donde vive Tati Benítez, hachero sin trabajo y fanático de Maradona. Corre el año 2004 y Diego es hospitalizado por una afección cardíaca. Los televisores del país reproducen a toda hora la vigilia de los simpatizantes y fanáticos del futbolista en la puerta de la clínica de la Capital. En esos días, Tati encuentra en la selva misionera una raíz de árbol con una forma extraña, en la que él cree ver un parecido con su ídolo. Y también una suerte de señal del destino, o de mandato del cielo, por lo que se decide a llevar ese pedazo de madera a Buenos Aires para entregársela personalmente.
Hay una serie de preguntas casi filosóficas sobre el sentido de su misión: “¿yo me encontré la ‘estatua’ porque la tenía que encontrar?”, se dice Tati, y consulta con una médium, con sus vecinos, con un cura que encuentra en el viaje, con (otra estatua) el Gauchito Gil. Porque lo largo de la travesía, el protagonista conoce a mucha gente, que viene también con sus pequeñas historias, que alcanzamos a conocer por la mitad.
Con el tiempo, la dirección de las personas/personajes ha sido trabajada por Sorín hasta obtener resultados óptimos: si en Historias... la performance de Javier Lombardo –la única “cara conocida” del elenco– contrastaba con las interpretaciones de los demás, en El perro y El camino... esa brecha entre el naturalismo impostado y la espontaneidad ya está borrada casi por completo. Otra vez, detrás de cada elección de casting hay una simpática anécdota: el cura en verdad es un cura, un distribuidor hace de dueño de estación de servicio, un poeta es aquí vendedor de artículos regionales; hay un productor cinematográfico brasileño devenido alegre camionero carioca, y algunos de los no-actores que participaron de las anteriores dos. Entre tantos hallazgos, Tati Benítez, el protagonista, fotogénico y expresivo, es el mayor de todos.
Pero el “método” del que hablábamos se vuelve un arma de doble filo: a fuerza de repeticiones y de coincidencias, tanto en la elección de género como en la estructura, el planteo de Sorín comienza a resultar esquemático. Asimismo, no puede dejar de advertirse un cierto paternalismo, en particular en la representación de un mundo donde la humildad y la bondad siempre van juntas (sabemos de antemano que Tati no encontrará gente mala en el camino, que no será robado ni estafado ni siquiera al acercarse a Buenos Aires). Una mirada piadosa cuyo peso aumenta al explorar –como aquí se explora– la religiosidad popular, reflejada no sólo en el culto a Diego, sino también en la devoción al Gauchito Gil, cuyo santuario le queda a Tati de camino.
Por ultimo cabe agregar que, así como lograba encontrar una belleza calma en los paisajes desérticos de la Patagonia, el director acierta aquí al retratar la selva misionera sin regodearse nunca en la postal turística. La música, de Nicolás Sorín, resulta también bienvenida.

4 estrellas

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