miércoles, 11 de marzo de 2009

El Bonaerense (2002)



El bonaerense narra la historia de Enrique Orlando Mendoza, el Zapa para los amigos, un humilde cerrajero de provincias que se convierte, por esos azares que tiene la vida, en agente de la Policía Bonaerense.
A dicha conversión está dedicado el primer tramo de la película, que funciona como introducción y es lo mejor, por varios cuerpos, del segundo largometraje de Pablo Trapero (cuya opera prima, Mundo grúa, hizo que casi todos mis colegas empezasen a llenar sus bocas con eso que aún las ocupa: el nuevo cine argentino, versión siglo XX al XXI). Debo decir que los azares no son tales: Mendoza revienta una caja fuerte por encargo de su jefe en la cerrajería, quien le "hace la cama" y se borra, de modo que a poco de empezar nuestro protagonista es apresado por la Bonaerense. Poco después, un tío suyo, que ha sido parte de esa fuerza con rango de principal, entra a mover contactos para hacerlo zafar del brete. La primera consecuencia de esta operación (de punta a punta ilegal) será la libertad del sobrino. La segunda, que se impone muy naturalmente, será su incorporación a la Policía Bonaerense. Este fragmento inaugural dice más sobre la maldita policía (y sobre la forma en que funciona el mundo) que todo lo que tenemos por delante.
Entre muchos otros entes que han sumado esfuerzos para El bonaerense figura Pol-ka, la productora que acumula más experiencia en lo que se refiere a colaborar con la policía real para nutrir de verosimilitud a la policía de ficción (desde "Poliladron" a "099 Central", con todo lo que hubo en el medio). Estas colaboraciones nunca han sido del todo gratuitas para la ficción. Más allá de las obligadas menciones en los créditos, lo que siempre dominó en las tiras fue otra clase de agradecimientos, bajo la forma de pinceladas más o menos complacientes con diversos rasgos de la institución policial. No se trata de juzgar, sí tal vez de comparar, y en cualquier caso de tomar nota, porque esas pinceladas vuelven a hacerse presentes. Ya durante la instrucción del Zapa, es decir a lo largo del camino que lo llevará de aspirante a agente de la Bonaerense, entra en pantalla un oficial que quiere hacer el duro pero no le sale (y no al actor, sino al guión). Les dice larvas, es más o menos bruto, pero qué va, ¡he tenido profesores mil veces más tiranos en el secundario! (y atenti que no lo hice en el Liceo Militar).
Después, y por mucho rato, todo se parece justamente a las tiras de la tele: una mirada desde adentro, pero en todos los sentidos, a la policía (en este caso bonaerense), que al fin de cuentas aparece como una gran familia, con sus ovejas grises por supuesto –y más bestia que otras, desde ya–, pero familia al fin. Para entonces uno empieza a retorcerse en la butaca. No es que se acuerde de esos títulos que tuvieron a Palito Ortega y Carlitos Balá por animadores... pero más o menos. Y definitivamente se pregunta: ¿Pero cómo? ¿Y la corrupción (juego clandestino, droga, prostitución, coimas de todo tipo)? ¿Y el gatillo fácil? ¿Y las conexiones (turbias y más turbias) con el poder económico y político? Lo primero que aparece de todo esto, y aparece bastante tarde, es la corrupción. Concretamente: dos agentes levantan una coima consistente en... dos pandulces. Téngase en cuenta que estamos a horas de Noche Buena, y uno de ellos se lo donan al protagonista. Este es el momento más aciago de toda la película. A esta altura, los silencios ya me habían empezado a resultar vacíos; y las secuencias de enlace, largas.
Es cierto que más tarde aparecerán otras manchas... pero qué quieren que les diga: casi todas con fórceps. El gatillo fácil, por ejemplo, sólo cobra de víctimas a jóvenes que, previamente a los tiros, ejercen algún tipo de resistencia o agresión a la autoridad. Y más aun: que son el arquetipo, por no decir estereotipo, del marginal/delincuente, del tipo jodido y de mirada torva, del que "se la buscó", del que mal anda y mal acaba o, si prefieren, del que "algo habrá hecho". También están las rondas de "recaudación", toda una institución dentro de la institución, en las que el poli cobra coimas pautadas y mensuales, como si fueran impuestos, para financiar al comisario y la comisaría. Pero el comisario (la comisaría) es el techo absoluto, el límite infranqueable de El bonaerense. Ni una palabra, ni una imagen, sobre las conexiones con el poder político. Y sin el poder político (de concejales para arriba, y muy hasta arriba) no se puede entender en absoluto a la maldita policía. Ni las coimas (que son la contracara del presupuesto "oficial", minúsculo, que perciben todas las reparticiones), ni el gatillo fácil (casi siempre en connivencia con los punteros), ni la impunidad (que garantizan jueces y políticos), ni nada.
Pero volvamos a lo que hay, no a lo que falta. Otra cosa que hay es, nuevamente, el estilo de Pablo Trapero para dirigir a los actores y plasmar los diálogos. Me refiero a la libertad (a mi gusto, no muy bien entendida) para las improvisaciones, y a una inclinación ilimitada por la frescura de primera toma (o qué sé yo, de segunda), que derivan en yerros de léxico, reiteraciones, balbuceos y etc. En otras palabras: en bocadillos en los que lo único fresco, o lo más fresco, es aquello que debería permanecer oculto (es decir: la presencia de un actor tratando de decir lo suyo). Si para muestra basta un botón reparen en ese vigilante que tiene que decir "me voy", y dice "me pego el palo"... cuando debería haber dicho "me tomo el palo". De estas hay miles. Más acá del abordaje de la temática institucional-policial, es esto último lo que quita fluidez a El bonaerense en cuanto "historia humana", o narración centrada en personajes.
Con todo y pese a todo, Jorge Román (el formoseño que hace al Zapa) redondea un trabajo formidable.

4 estrellas

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